3/9/11

Suerte maestro

Una noche larga, en la que los sueños desplazan a un rincón a las pesadillas para que no surjan en el crepúsculo. Donde el anhelo del torero es abrir, un año más, la puerta grande de su plaza de toros.

Es ella la que la vio crecer como torero, la que se alegra cada tarde que lo ve entrenar en su centro, la que lo ve mirar a lo lejos añorando un destino mejor, los triunfos que le hará colocarse en lo más alto del escalafón, quien lo ve entregado, sacrificado y enamorado de su profesión.

Es ella la que hoy estará apoyándolo, la que le brindará su más humilde casa. Esa casa que considera suya el torero, puesto que siempre ha estado ahí para dar la cara, donde un día su sangre regó el albero, y donde los triunfos se han ido sucediendo.
Ella, lucirá hoy hermosa, porque aunque el día esté gris, en el fondo es sabedora de que la luz surgirá en su albero en el capote y muleta de Luis Miguel Vázquez.

El día ya está avanzado, las cuadrillas ya empiezan a llegar a la plaza de toros para hacer los lotes. Los toros de Guadalmena esperan en los corrales antes de su destino, de ser enchiquerados. La suerte está echada y todo preparado para que a las seis de la tarde suenen clarines y timbales.

Mientras que en la plaza el bullicio rompe el silencio, en la habitación del hotel el torero se encierra con su soledad. Una soledad que comparte con él esa espera, esos nervios y ese deseo de que todo salga bien. De no defraudar a nadie, y sobre todo, de que la gente vea que torero hay para rato.

Soledad eterna que hace crepitar el interior del torero. Donde bullen en su mente mil pensamientos que no comparte con nadie, que son para él. Ese silencio se ve interrumpido por la llegada del mozo de espadas, en esta ocasión su hermano Quique, que como buen profesional va a preparar la silla, donde dejará preparado el vestido de luces para cuando llegue la hora de enfundárselo al torero. Tras su labor, amobos hermanos bajan al restaurante para juntarse con la cuadrilla a comer.

En esos momentos, aunque Vázquez está rodeado de los suyos, la soledad lo acompaña. Es poco hablador, la responsabilidad de lo que vendrá después pesa sobre él, y prefiere estar concentrado en sus pensamientos. Si le preguntan contesta, pero no inicia ninguna conversación. Como lo conocen y respetan su cuadrilla prefiere no molestar mucho al torero. Después ya vendrán las risas y los comentarios, pero antes hay una compromiso que cumplir.

De vuelta a su habitación con su compañera inseparable la soledad, unas horas faltan para empezar con el ritual de vestirse. Intenta conciliar el sueño, pero hay algo que no lo deja. Las ideas de lo que hará esa tarde si le sale el toro que él sueña. Los pases que dará, por donde le realizará la faena, y como la rubricará. Y una segunda faena de ensueño viene a su mente, una sonrisa se curva en sus labios, satisfecho de lo que podrá hacer y que el respetable sabrá saborear y valorar.

Es la hora, el mozo de espadas llega para anunciarle que el ritual va a comenzar. Leves palabras, un silencio roto por el ruido de la televisión que está de fondo. El torero con cara seria, una seriedad que enmarca su responsabilidad. Y una tranquilidad que fluye en el ambiente puesto que es sabedor de la seguridad que tiene y de lo preparado que está.

La suerte está echada y para el maestro la mayor de todas ellas.

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